| “Yo 
              sigo sin poder tomar la real dimensión que Darío tenía. 
              No sólo físicamente sino por su capacidad de pensamiento 
              y acción. Parecía un militante de los 70 pero tenía 
              apenas 20 años… A Maxi y a Darío los mataron 
              con mucha crueldad. Y a pesar de todo eso, uno trata de recordar 
              con la alegría de la lucha. Ellos representan a esa juventud 
              destruida por el neoliberalismo, esa juventud que creció 
              en los 90, en medio de ese país espantoso y que encontró 
              la vuelta para comprometerse, para salir, desde esas barriadas obreras: 
              uno desde Claypole y el otro, desde Guernica”. Una y otra 
              vez Adriana Pascielli, “la Tana”, vuelve a esa juventud 
              tan osada de Darío Santillán que la deslumbró 
              desde el primer instante en que sus vidas se cruzaron. Mira a su alrededor en esas tres manzanas de lo que alguna vez fue 
              la vieja fábrica de heladeras Roca Negra que -define- “quebró 
              más o menos por el 75. Y de alguna manera, este lugar resume 
              toda la historia del país. Se logró la expropiación 
              y aquí estamos”. Hoy, a diez años y seis meses 
              desde que se asentaron allí, transpiran su tiempo cotidiano 
              debatiéndose entre la carpintería, la bloquera, un 
              bachillerato popular, la radio comunitaria, una biblioteca y la 
              herrería, en que el viernes terminaban de alzar los rostros 
              esculturales de Maxi y de Darío. Y las huellas de la masacre 
              de Avellaneda se huelen en los rincones. Se respiran en la bloquera 
              con esa enorme pintada que hermana al Che y a Darío en una 
              misma frase: “Sentir en lo más hondo cualquier injusticia, 
              contra cualquiera, en cualquier parte del mundo como si fuera propia”. 
              Se disfrutan también en el guiso humeante sobre el extenso 
              tablón de los almuerzos colectivos.
 Contextos No 
              le es fácil anclarse con su relato en aquel junio de 2002. 
              La atraviesan el dolor y una rabia amasada que se transformó 
              en certezas y que se le entremezclan raramente con “el orgullo 
              de la lucha”. El contexto le es necesario para entender. “Veníamos 
              del 19 y 20 de diciembre de 2001, de la represión en Tartagal, 
              de la represión a los compañeros de Zanón y 
              en Cutral Co. En febrero habían asesinado a Javier Barrionuevo, 
              un compañero nuestro, al que mató un tipo ligado a 
              la policía, en la zona de El Jagüel…Ese era el 
              clima. De mucha confrontación y disputa. Una o dos veces 
              por semana movilizábamos a los supermercados y conseguíamos 
              mercadería. Había victorias en cada una de las movilizaciones 
              que hacíamos pero también había provocaciones 
              constantes. Ese día preveíamos que iba a haber un 
              conflicto y de hecho nos planteamos no ir con chicos. Incluso yo 
              no movilicé porque estaba embarazada y desde ahí iba 
              a estar atenta ante cualquier situación de represión. 
              Sabíamos que iba a haber gases y que fuera probable que nos 
              tuviéramos que dispersar. Pero de ninguna manera preveíamos 
              que iba a haber una cacería…a lo largo de quince cuadras 
              tanto por Pavón como por Mitre hubo grupos de tareas tirando 
              tiros, cazando gente, llevándola presa…hubo compañeros 
              que por dos o tres días no supimos dónde estaban. 
              Perdieron la noción y estaban en shock. Fue tenso, complejo. 
              En el momento en que empezaron los disparos entendimos que había 
              que replegarse rápidamente. El despliegue de la fuerza fue 
              impresionante. Gendarmería, la Bonaerense, Prefectura, la 
              Federal…estaban todos”. Desde 
              su casa, “la Tana” iba armando artesanalmente las listas 
              de detenidos. Se comunicaba con abogados, legisladores, organismos 
              de derechos humanos. El televisor le trasplantaba puertas adentro 
              de su casa las imágenes del horror. Gases lacrimógenos. 
              Disparos. Persecuciones. Una camioneta. Un par de cuerpos arrojados 
              inertes sobre la caja. Un rostro barbado. La campera de Darío. 
              El compañero que no aparecía. Un llamado telefónico. 
              “Nadie sabe dónde está”. La certeza de 
              la muerte. Las lágrimas que tiñeron de tinta corrida 
              el papel del listado. La imagen grabada de aquel primer encuentro, 
              años antes. Las asambleas compartidas. Las calles y el barro 
              pateados a diario en una construcción en la que, otros, poderosos, 
              crueles, portadores de fantasmas y de odio, cercenaron la vida de 
              Darío.  El grito
 A 
              su lado, Jorge rearma su propia memoria de la historia y confiesa 
              que aún hoy, a diez años, no logra entender. Le quedará 
              por siempre anclado aquel instante de Darío queriendo detener 
              las balas del terror con una mano. Con Maximiliano Kosteki a su 
              lado, ya casi muerto. El mismo logró salvar su vida saltando 
              desde un paredón de la estación. Buscó refugio 
              en casa de unos amigos y se cobijó puertas adentro hasta 
              que las aguas se calmaron levemente en las calles. “De lo que más me acuerdo es que estuve con él 
              adelante (en la manifestación, frente a la policía). 
              Tenía miedo y él me dijo que me lo sacara gritando. 
              Así que le empecé a gritar a la policía `Vayan 
              a Malvinas`. Fue lo primero que se me ocurrió, y empecé 
              a sentir la adrenalina”, contó alguna vez Carlos Leiva, 
              otro militante del MTD que compartió con Darío Santillán 
              la primera línea de la marcha piquetera. Aquella idea de 
              gritar para espantar el temor “la había sacado de la 
              película Corazón Valiente”, dijo desnudando 
              esa entremezcla joven en la que podían aparecer los textos 
              de Franz Fanon, Paulo Freire, el Che, la música de Hermética, 
              Larralde o el Cuarteto Cedrón y -como en este caso- una película 
              de Mel Gibson.
 Aquel 
              26 de junio -cuenta la Tana- “fuimos al puente con siete u 
              ocho puntos de reclamo. No te creas que era nada del otro mundo. 
              Que se mejoraran los 150 pesos del plan social, que se habilitaran 
              lugares de cobro, aumento de mercaderías e insumos básicos 
              para salitas y escuelas. En definitiva, ninguna proclama revolucionaria 
              ni mucho menos…” El 
              orden El 
              derrumbe, la resistencia y las decenas de asesinados en manos del 
              aparato represivo del Estado -lo único fuerte y sólido 
              que había quedado en pie- vieron nacer la endeble presidencia 
              de Eduardo Duhalde. Que vio en los desocupados y en los hambrientos 
              organizados una amenaza firme para la permanencia de su interinato. 
              La virtual militarización del cementerio extendido que era 
              el país fue la alternativa determinante para la mantención 
              del orden. Que implicaba el acatamiento por parte de millones de 
              personas de que su destino era el ghetto masivo de marginalidad 
              que el sistema había construido para preservar el salvataje 
              de los que merecían la pena ser salvados. El darwinismo social 
              al palo, sin morenos ni ex obreros ni piqueteros destituyentes. Las 
              tasas de desempleo alcanzaban un record de 22,2 por ciento con un 
              detalle revelador: se incluían como ocupados a los beneficiarios 
              de los planes jefes y jefas de hogar. Argentina ostentaba 23 millones 
              de pobres (63%),10.8 millones de indigentes (30%) y 10.5 millones 
              de menores de 18 años vivían bajo la línea 
              de pobreza. Los 
              medios de comunicación, casi al unísono, legitimaron 
              el discurso oficial. Desenterraron el concepto de “subversión”, 
              alertaron sobre “la peligrosidad de los manifestantes” 
              y la “escalada de la violencia piquetera”. Los cesanteados 
              del sistema volvían a golpear las puertas de la casa que 
              los había expulsado al último patio. La cacería 
              que terminó con las luchas incipientes de Darío y 
              Maxi fue avalada por mandatos políticos y opinión 
              pública de resonancia mediática. Las balas de plomo 
              disparadas a mansalva por la policía que abrieron letales 
              flores escarlata en las espaldas de Darío y Maxi resultaron 
              “un enfrentamiento entre piqueteros”. Y la célebre 
              tapa de Clarín, oficialista en esos entonces, es un ícono 
              de los tiempos: “La crisis causó dos nuevas muertes”. 
              Esa entelequia impersonal (la crisis) fue la que los mató 
              por la espalda. Ni la policía, ni la Side ni el Ministerio 
              de Seguridad, ni el Presidente ni el Gobernador. La 
              evidencia de la imagen hizo estallar la mentira como una pompa de 
              jabón. Entonces Alfredo Fanchiotti dejó de ser el 
              mejor policía del mundo para convertirse en un loco suelto 
              que cargó su arma de plomo y salió a matar sueños 
              por la espalda. Los 
              responsables: Fanchiotti 
              y su colega Alejandro Acosta fueron condenados a perpetua. Pero 
              el comisario de mirada helada ya disfruta de un inexplicable régimen 
              abierto apenas a siete años de la sentencia. La Justicia 
              mira con cierta ternura a algunos delincuentes. Y a otros, a los 
              más débiles, los congela de impiedad. A los restantes, 
              a los que manejan las vidas desde los despachos, directamente nos 
              los ve. Eduardo 
              Duhalde presidía la Nación. Fue senador a través 
              de su esposa y aspiró a su regreso a la Presidencia en 2011. Carlos 
              Soria era el Jefe de la SIDE. “La policía sólo 
              utilizó postas de goma y fue agredida con palos y armas de 
              fuego”, fue el informe. Fanchiotti estuvo comunicado durante 
              la masacre con Oscar Rodríguez, el número dos. Soria 
              fue senador y luego gobernador de Río Negro. A veinte días 
              de su asunción murió de un tiro en manos de su esposa, 
              en la madrugada del 1 de enero.  Alfredo 
              Atanasoff era el Jefe de Gabinete. “Vamos a utilizar todos 
              los mecanismos necesarios para hacer cumplir la ley”, dijo. 
              A pesar de que quedaron desnudos sus mecanismos, continuó 
              con una profusa actividad política junto a Eduardo Duhalde. Juan 
              José Alvarez era secretario de Seguridad Interior. Fue diputado 
              nacional. Jorge 
              Matzkin era el ministro del Interior. A fines de 2008 fue procesado 
              por amenazas contra un peón rural en su campo de La Pampa. 
              Fue sobreseído. En agosto de 2011 le disparó entre 
              tres y cuatro veces con su arma por la espalda a quien intentaba 
              asaltar a su hijo David. Tenía los permisos de tenencia y 
              portación de armas de guerra vencidos. Aníbal 
              Fernández era el Jefe de Gabinete. Ha sido funcionario estrella 
              ininterrumpidamente desde aquel horror. Felipe 
              Solá era el Gobernador de la Provincia y responsable de la 
              bonaerense. Avaló y felicitó públicamente a 
              un Fanchiotti al que luego transformó en “un psicópata, 
              un demente”. Fue nuevamente gobernador y hoy es diputado nacional. 
               Luis 
              Genoud era el ministro de Justicia y Seguridad de la Provincia. 
              Hoy integra la Suprema Corte. Señalados: Darío 
              y Maxi son el sambenito que todos llevarán prendido del cuello 
              mientras anden los caminos del mundo. El escapulario del penitente 
              serán sus imágenes, en la estación, en las 
              paredes, en la memoria. Aunque la Justicia no sea justa, aunque 
              vivan como si ninguna sangre hubiera corrido. Aunque crean que la 
              utopía fue muerta por la espalda. Porque 
              con Darío y Maxi están los otros. Los pibes morochos 
              que todavía se la juegan por resistir. Los que no creen en 
              la muerte de los sueños. Los que saben que otro país 
              es posible. Donde entrarán todos. Por 
              eso no están solos. Aquel 
              26 de junio resume el climax de una lucha de resistencia.Claudia Rafael - Silvana Melo
 
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